Está previsto que a pesar de la crisis estas Navidades aumente el número de participación en los sorteos navideños, en especial en el del Niño. Cuando la situación económica es más desesperada se recurre a la última opción que puede salvar las Navidades de este año, sin tener en cuenta las bajas probabilidades de éxito de esa empresa.
En la mayor parte de núcleos familiares el dinero que se va a dedicar a la lotería del Niño y otras, equivale al que podría estarse gastando para hacerse regalos entre la familia. Teniendo en cuenta las pocas probabilidades de salir ganando, a pesar de la existencia de estadísticas que especulan sobre los números ganadores, de los sueños reveladores y otras formas de predicción, lo más probable es que no ganar y, no solo eso, sino que se haya perdido el dinero en su totalidad.
¿Y todo eso para qué? Los sueños y la esperanza cuestan dinero, esos días anteriores al sorteo, de especulaciones sobre ese futuro incierto en el que quizás los problemas económicos ya no volverán a ensombrecer nuestras vidas, es lo que se está comprando. Pero se trata de una recompensa temporal, inasible, que tarde o temprano caerá por su propio peso, tornando esos regalos en cenizas, cenizas de ilusiones, pero también de aquellos regalos que cuestan exactamente el mismo precio y que si se hubiesen reservado para las compras de Navidad podrían haber aportado una felicidad más material y duradera.
Claro que las posibilidades de que toque siguen estando ahí, entre sus ínfimas probabilidades, siempre queda la sospecha de que el número que todos los compañeros de trabajo han comprado sea el ganador, dejando a los únicos que no lo compraron como los perdedores.
A veces las elecciones no son tan fáciles como los números.